Una persona cuenta lo siguiente: Durante mis vacaciones estaba yo veraneando en una costa pintoresca cuyas peñas bañan sus pies en el mar, y ofrecen cuevas preciosas en que puede uno disfrutar a sus anchas, al abrigo del calor, las bellezas y el esplendor del Océano. Cierto día, absorto en la lectura de un libro, había permanecido mucho tiempo a la entrada de una de esas cuevas, sin pensar en el flujo de la marea que iba subiendo. De repente noté que era preciso no sólo dejar el lugar, sino irme corriendo para librarme de un baño forzoso, y tal vez de ser pasto de los peces. Las puntas diseminadas de la roca iban desapareciendo. El agua subía rápidamente y pronto todo estaría cubierto hasta el pie de la larga pared perpendicular de roca, por lo cual era imposible trepar. No había que perder un momento y sin vacilar partí como una saeta. Pero acordándome de que mi libro había quedado en la cueva hice alto para volver atrás, cuando llegó a mis oídos este grito: “Corra usted ¡por su vida! No hay un instante que perder”. Obedecí, y dejando mi tesoro corrí otra vez para salvarme. La lucha contra las olas y la arena inundada empezaba. El viento soplaba también y me daba con fuerza en el rostro. Mi sombrero se escapaba; maquinalmente traté de asegurarlo en mi cabeza. La misma voz exclamó:
“¡Déjelo todo! No piense sino en salvar su vida”. Lo abandoné al viento... Mis botas se iban llenando de agua; se hicieron tan pesadas que me arrastraba en lugar de saltar. Mis fueras se iban agotando. Más estridente oí la voz: “¡Déjelas; quíteselas!” Logré quitármelas, y poniéndomelas bajo el brazo eché a correr”. “¡No! ¡Tírelas! Es cuestión de vida!”. Las dejé caer y seguí. Los guijarros no resistiría mucho y grite: “¿Qué haré?” “Ya voy”, dijo la misma voz, y un brazo robusto cogió el mío. El amigo desconocido me ayudó y juntos subimos la roca. Pronto me hallé en lo alto del peñasco respirando con fuerza y considerando el tremendo peligro del que acababa de salvarme; esto me hizo pensar en el peligro de la condenación divina a que están expuestas nuestras almas. ¿Qué es menester hacer para salvarme? Creer en Cristo y confiar en Dios.